EL PLACER DE LA CULTURA

jueves, 22 de marzo de 2012

1812: El hambre de Madrid

En tiempos de crisis no viene mal volver la vista atrás y descubrir en nuestro pasado episodios mucho más funestos que los actuales. De este modo podremos, no sólo cerciorarnos de que cualquier situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar, sino también, lo que es más importante, comprobar que se puede salir de los más profundos abismos, si bien sólo mediante el impulso de una transformación radical.

Cuando la mayoría de los congresistas de Cádiz celebraban el nacimiento de la Constitución de 1812, no por casualidad en el día del santo del “rey intruso”, el Madrid de José Bonaparte se retorcía de hambre. El devastador conflicto que asolaba España había convertido a los campesinos en soldados y guerrilleros y el abandono de los cultivos propició un paisaje desolador. Al mismo tiempo, la guerra de desgaste emprendida por ambos bandos había diezmado los víveres y dificultado enormemente las comunicaciones. En estas circunstancias, la populosa sede de la Corte josefina, que congregaba cerca de 200.000 habitantes, sufría posiblemente más que ninguna otra ciudad española, las consecuencias de la falta de alimentos. Los investigadores cifran en más de 20.000 los fallecidos a causa de la hambruna en Madrid entre el verano de 1811 y el de 1812.

Un “setentón, natural y vecino de Madrid”, Mesonero Romanos recordaba así muchos años después, la ciudad de su infancia:

El espectáculo, en verdad, que presentaba entonces la población de Madrid, es de aquellos que no se olvidan jamás. -Hombres, mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas, arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para arrebatar siquiera no fuese más que un troncho de verdura, que en época normal se arroja al basurero; un pedazo de galleta enmohecida, una patata, un caldo que algún mísero tendero pudiera ofrecerles para dilatar por algunos instantes su extenuación y su muerte; una limosna de dos cuartos para comprar uno de los famosos bocadillos de cebolla con harina de almortas que vendían los antiguos barquilleros, o algunas castañas o bellotas, de que solíamos privarnos con abnegación los muchachos que íbamos a la escuela; este espectáculo de desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando en medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados, inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror invencible y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico. -La misma atmósfera, impregnada de gases mefíticos, parecía extender un manto fúnebre sobre toda la población, a cuyo recuerdo solo, siento helarse mi imaginación y embotarse la pluma en mi mano. -Bastárame decir, como un simple recuerdo, que en el corto trayecto de unos trescientos pasos que mediaban entre mi casa y la escuela de primeras letras, conté un día hasta siete personas entre cadáveres y moribundos, y que me volví llorando a mi casa a arrojarme en los brazos de mi angustiada madre, que no me permitió en algunos meses volver a la escuela.

Más adelante, Mesonero se refiere a la actitud de los soldados franceses y del rey José ante la crítica situación:

Los mismos soldados franceses, que también debían participar relativamente de la escasez general, mostrábanse sentidos y aterrorizados, y se apresuraban a contribuir con sus limosnas al socorro de los hambrientos moribundos; limosnas que, en algunas ocasiones solían estos rechazar, no sé si heroica o temerariamente, por venir de mano de sus enemigos; y en esta actitud es como nos los representa el famoso cuadro de Aparicio, titulado El Hambre de Madrid, al cual seguramente podrán hacerse objeciones muy fundadas bajo el aspecto artístico, pero que en cuanto al pensamiento general ofrece un gran carácter de verdad histórica, como así debió reconocerlo el pueblo de Madrid, que acudió a la exposición de este cuadro, verificada en el patio de la Academia de San Fernando el año de 1815.


José Aparcio. El hambre de Madrid. 1818. Museo del Prado (en depósito en el Museo de Historia de Madrid)

El mismo rey José, que a su vuelta de París, adonde había ido a felicitar al Emperador por el nacimiento de su hijo el Rey de Roma, o más bien, para impetrar algún auxilio pecuniario, que le fue concedido, y se halló con esta angustiosa situación del pueblo de Madrid, desde el primer momento acudió con subvenciones o limosnas, dispensadas a la Municipalidad, a los curas párrocos y a las diputaciones de los barrios. -Quiso además reunir en su presencia a estas tres clases, y las convocó con este objeto en el Palacio Real. Allí acudió mi padre, como todos los demás, y a su regreso a casa no podía menos de manifestar la sorpresa que le había causado la presencia del Rey, que, según él mismo decía con sincera extrañeza, ni era tuerto, ni parecía borracho, ni dominado tampoco por el orgullo de su posición; antes bien, en la sentida arenga que les dirigió en su lenguaje chapurrado (y que mi padre remedaba con suma gracia) se manifestó profundamente afligido por la miseria del pueblo, haciéndoles saber su decisión de contribuir a aliviarla hasta donde fuera posible, rogándoles encarecidamente se sirvieran ayudarle a realizar sus propósitos y sus disposiciones benéficas, para lo cual había destinado una crecida suma, que se repartió a prorrata entre las clases congregadas. -Seguramente (decía mi padre) este hombre es bueno: ¡lástima que se llame Bonaparte!

Texto de Ramón Mesonero Romanos. Memorias de un Setentón natural y vecino de Madrid. 1881