EL PLACER DE LA CULTURA

domingo, 21 de agosto de 2011

Paisajes sublimes de Mary Shelley

Frankenstein de Mary W. Shelley incluye algunas maravillosas descripciones de paisajes que se pueden relacionar con imágenes artísticas contemporáneas. Recordemos que la obra fue concebida en el frío verano de 1816 y publicada un año después, nada más terminar las Guerras Napoleónicas, un periodo de efervescencia de la pintura de paisaje.

En el prólogo, la autora indica que la fascinante historia se comenzó a escribir en los alrededores de Ginebra, “la majestuosa región donde se desarrolla la obra principalmente”. Ya a principios del siglo XVIII algunos viajeros ingleses se manifestaron sobrecogidos y fascinados por el tenebroso espectáculo de las cumbres alpinas. Joseph Addison en su obra Los placeres de la imaginación (1712) recuperó el concepto de lo sublime, como un agradable horror, para referirse a estos paisajes, pero fue Burke el que, a mediados de siglo, estableció nítidamente la diferencia entre las dos categorías estéticas opuestas: lo bello y lo sublime. Burke se refiere a lo sublime como un atractivo temor controlado que atrae al alma y que podemos sentir ante la inmensidad, el vacío o la soledad. Para Kant, en Lo bello y lo sublime (1764), “la vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa, o la pintura del infierno por Milton producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella primera impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda es preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y árboles recortados en figuras son bellos”.

Los Alpes se convirtieron también en el escenario favorito para los pintores de paisajes sublimes desde mediados del siglo XVIII. Así, por ejemplo, el pintor inglés Francis Towne pintó en 1781 El nacimiento del Arveiron, que podemos comparar con el texto que Mary Shelley pone en boca del Dr. Frankenstein:

Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caballo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y, aunque no me libraba de la tristeza, sí me la amainaba y calmaba
….

La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida.




El texto de Frankenstein construye un escenario sublime, apropiado para la terrible acción de la novela, comparable a la obra pictórica de Towne, que exalta la grandiosa soledad y las formas agrestes de las fuentes del Arveiron.

El ascenso al Montenvers que describe el Dr. Frankenstein es casi una definición del paisaje sublime alpino, que podemos comparar al sobrecogedor Turner de 1803 que ilustra este paisaje.

El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un paraje de terrible desolación. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes invernales; hay árboles tronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmente peligroso, pues el más mínimo ruido –una palabra dicha en voz alta- produce una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.



Una estampa de 1812, obra del propio Turner, recrea un sublime Mer de Glace, el glaciar septentrional del macizo del Mont Blanc, comprable a la descripción del Dr. Frankenstein:

Era casi mediodía cuando llegué a la cima. Permanecí un rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de hielo. La neblina lo envolvía, al igual que a los montes circundantes. De pronto, una brisa disipó las nubes y descendí al glaciar. La superficie es muy irregular, levantándose y hundiéndose como las olas de un mar tormentoso, y está surcada por profundas grietas. Este campo de hielo tiene casi una legua de anchura, y tardé cerca de dos horas en atravesarlo. La montaña del otro extremo es una roca desnuda y escarpada. Desde donde me encontraba, Montenvers se alzaba justo enfrente, a una legua, y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en su tremenda majestuosidad. Permanecí en un entrante de la roca admirando la impresionante escena. El mar, o mejor dicho: el inmenso río de hielo, serpenteaba por entre las circundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban el grandioso abismo.





(Los textos de Frankenstein proceden de la edición de El País de 2004, con traducción de María Engracia Pujals)




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