El reportero estadounidense John
Reed fue testigo en Petrogrado de la conquista del poder por los bolcheviques
en octubre de 1917. El día 24 Trotski había dado las órdenes finales para el golpe
frente al Gobierno de Kerensky. En la mañana del 25 Lenin anunció su
derrocamiento y el paso del poder del Estado al sóviet de Petrogrado. En la
noche del 25 de octubre Reed estuvo entre los soldados y obreros armados que
asaltaron el Palacio de Invierno, sede del Gobierno provisional, en Petrogrado.
En un fragmento de su famoso libro, Diez días que estremecieron al mundo,
publicado al año siguiente, podemos revivir aquel episodio histórico de la
Revolución Rusa:
La tropa, que se componía de varios centenares de hombres, descansó
algunos minutos, apretujada detrás de la columna, recuperó la calma y después,
como no tuviera nuevas órdenes, volvió a avanzar espontáneamente. Gracias a la
luz que brotaba de las ventanas del Palacio de Invierno, yo había logrado
distinguir que los dos o trescientos primeros eran guardias rojas, entre los
cuales se hallaban mezclados solamente algunos soldados. Escalamos la barricada
de maderos que defendía el Palacio y lanzamos un grito de júbilo al tropezar en
el otro lado con un montón de fusiles, abandonados allí por los junkers. A
ambos lados de la entrada principal las puertas estaban abiertas de par en par,
dejando salir la luz, y ni una sola persona salió del inmenso edificio.
Fotograma de la
película Octubre (1928), de Serguéi Eisenstein,
que ilustra el asalto al
Palacio de Invierno
La oleada impaciente de la tropa nos empujó por la entrada de la
derecha, la cual conducía a una vasta sala abovedada, de muros desnudos: la
bodega del ala Este, de donde partía un laberinto de corredores y escaleras.
Guardias rojas y soldados se lanzaron inmediatamente sobre grandes cajas de
embalaje que se encontraban allí, haciendo saltar las tapas a culatazos y
sacando tapices, cortinas, ropa, vajilla de porcelana, cristalería ... Uno de
ellos mostraba con orgullo un reloj de péndulo de bronce que llevaba colgado de
la espalda. Otro había incrustado en su sombrero una pluma de avestruz. El
pillaje no hacía más que comenzar cuando se escuchó una voz: "¡Camaradas,
no toquéis nada, no agarréis nada, todo esto es propiedad del pueblo!"
Inmediatamente repitieron veinte voces: "¡Alto! ¡Volved a ponerlo todo en
su lugar, prohibido agarrar nada, es propiedad del pueblo!" Las manos se
abatieron sobre los culpables. Los tejidos de Damasco, las tapicerías, fueron
arrebatadas a los saqueadores; dos hombres se hicieron cargo del reloj de
bronce. Los objetos, bien o mal, fueron colocados otra vez en sus cajas y
algunos de los propios soldados se encargaron de montar la guardia. Esta
reacción fue sumamente espontánea. En los corredores y las escaleras,
debilitadas por la distancia, se escuchaba repercutir las palabras: "¡Disciplina
revolucionaria! ¡Propiedad del pueblo!"
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