En 1889 Pardo Bazán
publicó Insolación, novela realista ambientada en Madrid. Relata la
historia amorosa de una viuda con un hombre más joven, un tema atrevido para su
época y por el que tuvo que recibir algunas duras críticas, por ejemplo, de
Clarín o Pereda. Desde una perspectiva feminista, el libro cuestionaba los
valores morales de la época y criticaba la hipocresía social en relación con la
sexualidad femenina.
Algunos han querido ver
en la trama de la novela un reflejo de la fugaz relación amorosa entre doña
Emilia y José Lázaro Galdiano, diez años más joven que la escritora y al que está
dedicado el libro. Se conocieron en el verano de 1888 durante la Exposición
Internacional de Barcelona y, tras un breve idilio, mantuvieron durante toda su vida una gran amistad
y una intensa colaboración intelectual que se manifestó sobre todo en La España
Moderna, la revista editada por Lázaro, a la que apoyó Pardo con entusiasmo
y en la que publicó numerosos e importantes artículos.
En cualquier caso, Francisca
de Asís Andrade, la protagonista de Insolación, tiene en común con
Emilia la determinación de querer vivir con la misma libertad que los hombres,
también en el terreno sexual, superando los prejuicios sociales.
Insolación
se desarrolla en Madrid y ofrece al lector maravillosas estampas de la ciudad
en las postrimerías del siglo XIX. Al final de estas líneas, transcribimos un fragmento
en el que Asís, la joven marquesa viuda protagonista de la novela, se dirige
con Diego Pacheco en un simón desde el centro de la ciudad hacia la periferia
de las Ventas del Espíritu Santo. Para llegar allí a través de la calle de
Alcalá recorrieron un barrio de Salamanca con muchos solares sin construir
todavía, como podemos ver en el Plano de Benito Martínez y José Méndez de 1886,
y al que la narradora califica de arrabal. Hace mención, no muy favorable, a la
estatua ecuestre del general Espartero y al edificio de las Escuelas Aguirre, ambos
inaugurados tres años antes de la publicación de la novela.
Más de una década llevaba
ya en pie la plaza de toros de Goya, a la que también se menciona, además de la
fábrica de galletas de Casa Martinho, inaugurada en 1883 en la calle de Alcalá,
entre Alcántara y Montesa, en la acera de los impares. Todo ello se puede
observar en el Plano de Facundo Cañada de 1900.
Facundo Cañada. Plano de Madrid. 1900. Detalle |
También se cita el famoso
merendero de la Alegría, así como el fielato, ubicado en la plaza de la Alegría, hoy Manuel
Becerra, y la conocida venta del Espíritu Santo. El entorno de la que era entonces puerta de entrada
a Madrid desde el este no puede ser más desolador en el relato de Pardo Bazán, transitado
por variados medios de transporte y por un cortejo fúnebre camino del Cementerio
del Este, del que ya se había construido la parte más antigua en 1889. El
relato termina junto al puente de Ventas, que cruzaba entonces sobre el arroyo
del Abroñigal, sector poblado a finales del siglo XIX de merenderos, uno de los cuales
se describe con intenso pintoresquismo.
Dejamos ya al lector que disfrute
con el texto de Insolación:
Asís miró el camino en
que entraban. Dejándose atrás las frondosidades del Retiro y las construcciones
coquetonas de Recoletos, el coche se metía, lento y remolón, por una comarca la
más escuálida, seca y triste que puede imaginarse, a no ser que la comparemos
al cerro de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel arrabal
de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición parecía
sorpresa escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del limbo, allí
estaba la estatua de Espartero, tan mezquina como el mismo personaje, y la
torre mudéjar de una escuela parecía sostener con ella competencia de mal gusto.
Luego, en primer término, escombros y solares marcados con empalizadas; y allá
en el horizonte, parodia de algún grandioso y feroz anfiteatro romano, la plaza
de toros. En aquel rincón semidesierto -a dos pasos del corazón de la vida
elegante- se habían refugiado edificios heterogéneos, bien como en ciertas
habitaciones de las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la maquina
de limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus: así, después del
circo taurino y la escuela, venía una fábrica de galletas y bizcochos, y luego
un barracón con este rótulo: Acreditado merendero de la Alegría.
Hauser y Menet. Calle de Alcalá y Escuelas Aguirre. 1902. Tarjeta postal
Museo de Historia de Madrid
Las lontananzas, una
desolación. El fielato parecía viva imagen del estorbo y la importunidad. A su
puerta estaba detenido un borrico cargado de liebres y conejos, y un tío de
gorra peluda buscaba en su cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en
un descampado amarillento, jugaban a la barra varios de esos salvajes que
rodean a la Corte lo mismo que los galos a Roma sitiada. Y seguían los
edificios fantásticos: un castillo de la Edad Media hecho, al parecer, de
cartón y cercado de tapias por donde las francesillas sacaban sus brazos
floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al Espíritu
Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa tanto monta, y por
último, una franja rojiza, inflamada bajo la reverberación del sol: los hornos
de ladrillo. En los términos más remotos que la vista podía alcanzar, erguía el
Guadarrama sus picos coronados de eternas nieves.
Lo que sorprendió
gratamente a Asís fue la ausencia total de carruajes de lujo en la carretera.
Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo encontraron un domador que arrastraban
dos preciosas tarbesas; ten carromato tirado por innumerable serie de mulas; el
tranvía, que cruzó muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de
gentes; otro simón con tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el
alazán de su amo. ¡Ah! Un entierro de angelito, una caja blanca y azul que
tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro se dirigía hacia la
sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como deben de ir
los querubines camino del Empíreo…
J. Lacoste. Madrid. Las Ventas del Espíritu Santo. 1910.
Archivo Regional de Madrid
Llegaron al puente, y
detúvose el simón ante el pintoresco racimo de merenderos, hotelitos y jardines
que constituye la parte nueva de las Ventas.
-¿Qué sitio prefieres?
¿Nos apeamos aquí? -preguntó Pacheco.
-Aquí... Ese merendero...
Tiene trazas de alegre y limpio -indicó la dama, señalando a uno cuya entrada por
el puente era una escalera de palo pintada de verde rabioso…
Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras descomunales imitando las de imprenta, y sin gazapos ortográficos: -Fonda de la Confianza. -Vinos y comidas. -Aseo y equidad.- El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar a aquello los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser los merenderos colgantes. ¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno! Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de plantaciones entecas y marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima, sostenidos en armadijos de postes, las salas de baile, los corredores, las alcobas con pasillos rodeados de una especie de barandas, que comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello -justo es añadirlo para evitar el descrédito de esta Citerea suspendida- muy enjabelgado, alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida a secar al sol, como nido de jilguero colgado en rama de arbusto.
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