EL PLACER DE LA CULTURA

domingo, 19 de diciembre de 2021

La Navidad en Madrid de hace dos siglos, como la de hoy

Entre los cuadros costumbristas del Madrid decimonónico que Mesonero Romanos nos ha transmitido encontramos algunos que se ambientan en los días de Navidad. Uno de ellos lo publicó en diciembre de 1832 con el título de El Aguinaldo y forma parte de su famoso libro Escenas Matritenses.

Como en otras ocasiones, Mesonero utiliza el recurso del yo narrador fictivo que pasea por Madrid, en este caso, con un oficial francés. En la parte final del artículo podemos leer una irónica descripción de las calles del centro y, en especial, de la Plaza Mayor, donde en aquella época se instalaba un mercadillo navideño, si bien no de figuritas de belén, zambombas y demás productos típicos, sino de viandas. Parece que los excesos alimentarios tan característicos de estas fechas no son algo nuevo:

Y si no, véngase un par de horas por esas calles de Dios, y verá cómo todos piensan de ese modo; recorra V. esas confiterías, y observarálas preñadas de obeliscos y templetes (pruebas felices de nuestra arquitectura); verá en las diversas piezas de dulces y mazapanes la imitación de la naturaleza tan recomendada por los artistas; desengáñese V.; éstos y no otros cuadros necesitamos en nuestras galerías. ¡Estatuas, pinturas, producciones raras de los tres reinos! ¡Bravo! Asómese V. a ese balcón y veralas cruzar en todos sentidos, pero sólo del reino animal y algunas pocas del vegetal, para la colación de Noche buena: en cuanto a piedras ¡fuego! cómaselas quien las quiera. Mire V., mire, V. todos esos mozos qué cargados van, pues todo lo que llevan es producto de nuestras fábricas. Vea V.; chocolate... longanizas... confitura... turrón... ¡y luego dirán que no hay industria! Pero acabemos de una vez; venga usted conmigo, y observe lo que sea digno de observar. Y no hubo más, sino que, agarrándole del brazo, di con él en medio de la plaza Mayor.

Pasmado se hallaba el bravo oficial al considerar toda aquella provisión de víveres capaz de asegurar a la población de Pekín, y bien que acostumbrado al redoble del parche o al estampido del cañón, todavía se le hacía insoportable el espantoso clamoreo de los vendedores y vendedoras de dulces y frutas; el pestífero olor de los besugos vivitos de hoy; el zumbido de los instrumentos rústicos, zambombas y panderos, chicharras y tambores, rabeles y castañuelas; el monosílabo canto de los pavos y las escalas de las gallinas, que atados y confundidos en manojos cabeza abajo, pendían de los fuertes hombros de gallegos y asturianos; el rechinar de las carretas que entraban por el arco de Toledo henchidas de cajones, que en enormes rótulos denunciaban a la opinión pública los dichosos a quienes iban dirigidos; la no interrumpida cadena de aldeanos y aldeanas, montados en sus pollinos, que se encaminaba a las casas de sus conocidos de la corte a pasar las pascuas a mesa y mantel, en justa retribución de una alcantarilla de arrope o una cestita de bollos que traían de su lugar: el eterno gruñir de los muchachos, cuál porque un mal intencionado le había picado el rabel, cuál porque un asesino le había llevado de un embrión entrambas piernas del pastor del arcabuz, o de la charrita de Belén; y en fin, el animado canto de los ciegos que entonaban sus villancicos delante de las tiendas de beber.

 

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