EL PLACER DE LA CULTURA

martes, 23 de octubre de 2012

El Casino de la Reina según Galdós

Sin duda el canario Benito Pérez Galdós fue uno de los principales cronistas del Madrid de la segunda mitad del siglo XIX y el primer cuarto del XX. En sus obras se recrea la palpitante vida de la ciudad y pocos son los parajes que escapan a la escrutadora observación del escritor.


Galdós en 1901, cuando terminó de escribir Las Tormentas del 48

Por ejemplo, podemos encontrar una bella descripción del Casino de la Reina en uno de los Episodios Nacionales, el primero de la cuarta serie, llamado Las Tormentas del 48. En un diálogo entre el protagonista y narrador de la serie, José García Fajardo, y una dama, llamada Eufrasia, podemos leer:

-Déjeme usted: estoy haciendo cálculos de tiempo... Pues sí, a última hora de la tarde podremos vernos. ¿Dónde? Sorpresita tenemos... Pues al marido de la Teresona, criada antigua de esta casa, le hemos dado la plaza de conserje del Casino. ¿Sabe lo que es el Casino? No vaya a confundirlo con esa maldita sociedad donde se pasa usted las noches jugando, y hablando mal de todo el mundo. Hablo del Casino de la Reina, un Sitio Real chiquito, al fin de la calle de Embajadores, con jardín muy hermoso y un poco de templete y un poco de palacio; recreo que fue de la Reina Gobernadora... Pues el otro día estuve a ver a la Teresona, y pasé un rato muy agradable. Adoro los jardines, y las flores me enloquecen...

-¿Y mañana...?

-Mañana volveré allá, sí, señor...

-¿Irá usted sola?

-No puedo asegurar que vaya sola... Quizás tenga que llevar a Rafaela Milagro.

-Bueno: ¿y yo...? Descuide usted, que antes faltará el sol en el cielo que yo en ese Casino, venturoso rincón del paraíso terrenal.

-No vaya usted a creer que es un Versalles, ni un Pincio, ni un Aranjuez.

-Será más bello que todo eso; sólo con servir de fondo a la belle jardinière...

-¡Ay, ay, ay!... ¡qué florido!...».

Más adelante, podeos leer cómo el amoroso encuentro tuvo lugar, efectivamente, en el Casino de la Reina:

Pues, señor, el 17 de Mayo (no olvidaré nunca la fecha) se me hacían siglos las horas, esperando la de la cita que me había dado Eufrasia en el apartado Casino de la Reina, y en mi loca impaciencia, incapaz de adelantar el tiempo, me adelanté yo, llamando a la puerta de aquella posesión a las cinco y media de la tarde. Entré: vi con sorpresa que la dama me había cogido la delantera, pues allí estaba ya. La vi entre la arboleda corriendo gozosa, y fui en su seguimiento: se me perdía en el ameno laberinto, pasando de la verde claridad a la verde sombra, y no encontraba yo la callejuela que me había de llevar a su lado. Llamé, y sus risas me respondieron detrás de los altos grupos de lilas. Se escondía, queda marearme. Corrí por el curvo caminillo que tenía delante, y luego sonaron las risas detrás de mí. Una voz que no era la de Eufrasia dijo: «Por aquí, D. José». Creí escuchar a Rafaela Milagro, y ello me dio mala espina, porque era un testigo sumamente importuno. Después reconocí el acento de la doncella de mi amiga. Ésta fue, por fin, la ingeniosa Ariadna, que con el hilo de sus voces me fue guiando hasta que pude verme en su presencia y rendirle mis cariñosos homenajes. ¡Qué hermosa estaba, encendido el rostro por la agitación de sus carreritas y el contento de la libertad! En su peinado advertí alguna incorrección, sin duda producida por las mismas causas. Vestía con sencillez deliciosa. Nunca la vi más interesante.

Del ramo de flores recién cogidas entresacó la morisca el más bonito capullo de rosa para ponérmelo en el ojal, y luego me dijo: «¿Verdad que es bonito este vergel? Aquí me pasaría yo todo el día si pudiera». Satisfecha de mi admiración, que por igual a ella y a la Naturaleza tributaba yo, quiso enseñarme toda la finca, el Sitio Real de juguete. A cada instante se detenía para señalarme los grupos de rosas que con insolente fragancia y risotadas de colores nos daban el quién vive. Por otro lado, me mostraba los cuajarones de lilas inclinando con su peso las ramas de que pendían, como millares de hijos colgados de los pechos de sus madres; luego vi el árbol del amor, con su infinita carga de flores entre las hojuelas incipientes, símbolo de la precocidad juvenil y de la desnuda belleza pagana; vi el árbol del Paraíso, de lánguidas ramas que huelen a incienso hebraico, y la acacia de mil flores olorosas... En los cuadros rastreros, los lirios de morada túnica eran los heraldos de las no lejanas fiestas del Señor, Ascensión, Corpus, y las blancas azucenas anunciaban la proximidad del simpático San Antonio.

Mil tonterías dijimos en alabanza de tan bello espectáculo. No sé si el encanto de éste era cualidad intrínseca del risueño jardín, o estado mío de alborozo. Ambas cosas serían. Después de divagar solos por aquella ondulada amenidad, llevome la dama a un templete, erigido entre verdosos estanquillos. Era de piedra y mármoles, semejante a los que hay en Aranjuez, pero de juguete, abierto por tres costados de su cuadrangular arquitectura, y decorado con bichas y quimeras al fresco, un poco deslucidas por la humedad, todo en el estilo neoimperial de Fernando VII. Allí nos sentamos. Eufrasia dejó la carga de flores que traía, señalando un grupo muy grande para sí, un ramo para mí, y apartando después otro montón de lilas y rosas, acerca del cual me dijo: «Ya sabrá usted luego para quién es esto». Entablé sin esfuerzo ni premeditación un coloquio dulce y cariñoso, que fácilmente afluía de mí sin más estímulo que la fragancia del ambiente y el aspecto de tanta flor sobre la verde arboleda. Hablé a la moruna del religioso fervor con que yo practico el culto de su amistad, haciendo de ésta la clave de mi vida; entoné otras estrofas, y en variados metros de amor canté mis quejas por el desdén que me mostraba, y le rendí toda mi voluntad.

En la época de la acción, 1848, el Casino seguía siendo Sitio Real y lo fue hasta 1871. Galdós alude en el texto a su ubicación en las afueras de la ciudad, a su carácter ameno y a su estilo paisajista, así como al pequeño tamaño de la posesión. De manera muy gráfica se hace referencia al sinuoso trazado de sus senderos, a las zonas umbrías y las zonas abiertas, todos ellos elementos de un jardín a la inglesa. Se describe la vegetación, con sus variados árboles (acacias, árboles del paraíso, árboles del amor) y sus flores (rosas, lilas, azucenas, lirios). Y se alude a su palacete y sobre todo a uno de sus templetes o pabellones, decorado con frescos neoclásicos y rodeado de agua, hoy desaparecido.

Pero cuando Galdós terminó de escribir Las Tormentas del 48, en 1901, el jardín estaba ya en plena decadencia, había desaparecido su verja y su puerta original, se había construido el Instituto Cervantes y había pasado por sus instalaciones el Museo Arqueológico Nacional. No obstante, Galdós tuvo tiempo de conocerlo en su esplendor, ya que, recordemos, llegó a Madrid en 1862.

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