EL PLACER DE LA CULTURA

martes, 30 de octubre de 2012

La instalación escultórica de los raqueros en Santander

En el muelle Calderón, frente a la hermosa Bahía de Santander, y muy cerca del Club Náutico, se encuentra una instalación escultórica urbana, obra del escultor cántabro José Cobo, que se ha convertido en uno de los símbolos de la ciudad.



El grupo artístico está formado por cuatro esculturas de bronce que se encuentran integradas en el espacio urbano del muelle. No están elevadas sobre un pedestal, sino que comparten con el paseante o el pescador su territorio vital. La instalación está dedicada a los raqueros, habitantes de un Santander decimonónico y mísero que José María Pereda nos describe en este texto de sus Escenas Montañesas, obra publicada en 1864:

La palabra raquero viene del verbo raquear; y éste, á su vez, aunque con enérgica protesta de mi tipo, del latino rapio, is, que significa tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño.
Yo soy de la opinión del raquero: su destino, como escobón de barrendero, es apropiarse cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez se extralimita hasta lo dudoso, ó se apropia lo del vecino, razones habrá que le disculpen; y sobre todo, una golondrina no hace verano.

El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta ó en la de la Mar. Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser, hasta que sabe correr como una ardilla: entonces deja el materno hogar por el Muelle de las Naos, y el nombre de pila por el gráfico mote con que le confirman sus compañeros; mote que, fundado en algún hecho culminante de su vida, tiene que adoptar á puñetazos, si á lógicos argumentos se resisten. Lo mismo hicieron sus padres y los vecinos de sus padres. En aquellos barrios todos son paganos, á juzgar por los santos de sus nombres.



Otro texto de Pereda, en este caso perteneciente a su novela Sotileza, de 1885, nos sirve para comprender qué están haciendo concretamente los raqueros de José Cobo en el muelle santanderino:

El sol calentaba bastante; el agua, verdosa y transparente, cubría en aquel sitio más de dos veces, y se podían contar uno a uno los guijarros del fondo.

-Echame dos cuartos, Andrés -le dijo el raquero, piafando impaciente sobre el Muelluco-. ¡Te los saco de un cole!

-No los tengo -contestó Andrés, que deseaba continuar su camino sin perder un minuto.

-¿Qué no los tienes? -exclamó admirado Sula-. ¡Y te los cogí yo mesmo del prao cuando te se caeron de la faldriquera endenantes!

Andrés se resistía. Sula apretaba.

-¡Congrio!... ¡Echame tan siquiera el cuarto! ¡Vamos, el cuarto solo, que tamién tienes!... ¡Anda, hombre!... Mira, le engüelves en uno de esos papelucos arrugaos que te metí yo mesmo en la faldriquera...

Y Andrés que nones. Pero terció Silda a favor del suplicante, y al fin la roñosa moneda, envuelta en un papel blanco fue echada al agua. Los cuatro personajes de la escena observaron, con suma atención, cómo descendía en rápidos zigzags hasta el suelo, y cómo se metió debajo de un canto gordo, movedizo, pero sin quedar enteramente oculta a la vista.

-¡Contrales! -dijo Sula, rascándose la cabeza y suspendiendo la tarea, que había comenzado, de quitarse su media camisa sin despedazarla por completo-. ¡Puede que haiga pulpe allí!

Cosa que a Muergo le tenía sin cuidado, puesto que, en un abrir y cerrar de ojos, desató el bramante de su cintura, largó el chaquetón que le envolvía hasta cerca de los tobillos y se lanzó al agua, de cabeza con las manos juntas por delante. Tan limpio fue el cole, que apenas produjo ruido el cuerpo al caer, y sólo burbujitas y una ligera ondulación en la superficie indicaban que por allí se había colado aquel animalote bronceado y reluciente que buceaba, como una tonina, meciéndose, yendo y viniendo alrededor del canto gordo, con la greña flotante, cual si fuera manojo de porreto; se le vio en seguida remover la piedra, mientras sus piernas continuaban agitándose blandamente hacia arriba, coger el blanco envoltorio, llevárselo a la boca, invertir su postura con la agilidad de un bonito, y, de dos pernadas y un braceo, aparecer en la superficie con la moneda entre los dientes, resoplando como un hipopótamo de cría.

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