La palabra estatua significa “obra
de escultura labrada a imitación del natural”, según el diccionario de la RAE.
Procede del sustantivo latino statua, y éste, a su vez, del verbo stare, que
significa “estar inmóvil”. Una estatua debería, por lo tanto, obedecer a su etimología y permanecer quieta, pero en Madrid se produce un fenómeno de difícil explicación: las
estatuas públicas se mueven de un emplazamiento a otro con asombrosa facilidad. Con esta entrada iniciamos un ciclo a
través del cual trataremos de seguir los movimientos de algunos monumentos
madrileños.
La estatua de Lope en la Glorieta de San Bernardo, c. 1905
El primer caso a estudiar es el de la
escultura dedicada a Lope de Vega, obra de Mateo Inurria, que se alza sobre un
pedestal diseñado por el arquitecto José López Salaberry. Forma parte del grupo
de monumentos que el Ayuntamiento de Madrid realizó para conmemorar la mayoría
de edad y la coronación de Alfonso XIII en 1902, fecha en la que la estatua se inauguró en el
centro de la Glorieta de San Bernardo, en el límite entre el Centro Histórico y
el Ensanche, un lugar sin relación con el personaje homenajeado y demasiado
grande para el tamaño del monumento. Sólo seis años después apareció en el
centro de otra plaza, esta ya en pleno Ensanche, en el barrio de Almagro,
concretamente en la Glorieta de Rubén Darío. Finalmente, de momento, viajó en
1966 hasta su ubicación actual, en los jardines de la plaza de la Encarnación,
un escenario tal vez más apropiado para las características de la escultura,
pero uno de los pocos lugares del centro de Madrid sin ninguna relación
biográfica conocida con el escritor.
La estatua de Lope en la Glorieta de Rubén Darío, c. 1960
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