EL PLACER DE LA CULTURA

miércoles, 12 de mayo de 2021

La verbena de san Isidro según Emilia Pardo Bazán, en el centenario de su fallecimiento

El 12 de mayo de 1921 falleció Emilia Pardo Bazán cuando estaba a punto de cumplir 70 años. La gripe, complicada por la diabetes que padecía, le provocó la muerte en su último domicilio en Madrid, situado en el número 27 de la calle de la Princesa, no muy lejos de donde cinco años después se inauguró el monumento dedicado a la genial escritora.

Esquela publicada en La Época, diario en el que publicó algunos de su principales artículos. 12/5/1921

En 1925 el Centro Gallego de Madrid colocó también una lápida conmemorativa en el muro exterior del palacete de Pozas, edificio en el que había fallecido Emilia y que fue destruido durante la Guerra Civil. La lápida se conserva en la sede del Centro, en la calle Carretas, pero en el inmueble que se levanta actualmente en el solar de la casa de la escritora una placa municipal en forma de rombo resume en pocas palabras la intensa actividad de la gallega: “Escritora fecunda y activa intelectual, defensora de los derechos de la mujer

 Lápida conmemorativa de Emilia Pardo Bazán. Centro Gallego, Madrid

Aunque Pardo Bazán deseaba ser enterrada en su propiedad gallega de Meirás, recibió sepultura en el madrileño cementerio de San Lorenzo, de donde luego fue trasladada a la cripta de la parroquia de la Concepción, en pleno barrio de Salamanca; allí siguen descansando sus restos.

Pradera de San Isidro. C. 1900. Negativo sobre cristal, 11 x 5 cm. Museo de Historia de Madrid

Al días siguiente del entierro se celebró de la festividad del patrono de Madrid, a escasa distancia del camposanto. Por esta coincidencia y, a modo de homenaje a la escritora gallega, transcribimos uno de los inolvidables textos de Insolación (1889), tal vez su novela más madrileña, en la que, a través de la protagonista, verdadero alter ego de la autora, describe así el popular escenario festivo:

En fuerza de su novedad me hacía gracia el espectáculo. Aquella romería no tiene nada que ver con las de mi país, que suelen celebrarse en sitios frescos, sombreados por castaños o nogales, con una fuente o riachuelo cerquita y el santuario en el monte próximo... El campo de San Isidro es una serie de cerros pelados, un desierto de polvo, invadido por un tropel de gente entre la cual no se ve un solo campesino, sino soldados, mujerzuelas, chisperos, ralea apicarada y soez; y en lugar de vegetación, miles de tinglados y puestos donde se venden cachivaches que, pasado el día del Santo, no vuelven a verse en parte alguna: pitos adornados con hojas de papel de plata y rosas estupendas; vírgenes pintorreadas de esmeralda, cobalto y bermellón; medallas y escapularios igualmente rabiosos; loza y cacharros; figuritas groseras de toreros y picadores; botijos de hechuras raras; monigotes y fantoches con la cabeza de Martos, Sagasta o Castelar: ministros a dos reales; esculturas de los ratas de la Gran Vía, y al lado de la efigie del bienaventurado San Isidro, unas figuras que... ¡Válgame Dios! Hagamos como si no las viésemos. 


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