EL PLACER DE LA CULTURA

lunes, 21 de agosto de 2017

El atentado del cura Merino

Martín Merino y Gómez es uno de los dos curas históricos del siglo XIX español que llevan el mismo primer apellido, por lo que no debe confundirse con el burgalés Jerónimo, guerrillero absolutista contra el francés. Martín era riojano, natural de Arnedo, ingresó muy joven en un convento franciscano que abandonó para hacerse también guerrillero en la lucha contra Napoleón, aunque se exilió precisamente a Francia a causa del absolutismo de Fernando VII, puesto que era liberal. Durante la guerra se ordenó sacerdote y más tarde se secularizó. Estuvo presente en la jornada del 7 de julio de 1822 en la Plaza Mayor defendiendo a la Pepa frente a las tropas del rey. Más tarde sufrió prisión por sus ideas liberales y tras salir de la cárcel volvió a Francia. Después de la muerte de Fernando VII regresó a España y se asentó en Madrid, donde ejerció como sacerdote en San Sebastián y San Millán y donde frecuentaba cafés en los que los liberales más exaltados conspiraban, como el Lorenzini. Poco a poco se fue fraguando en su mente la idea de atentar contra el moderado Narváez y contra la reina Isabel II. 
El 2 de febrero de 1852, cuando tenía Merino tenía ya 63 años, escondió un puñal entre sus ropas talares y se fue hacia el Palacio. La Gaceta de Madrid publicada el día siguiente relata así lo sucedido: “A la una y cuarto de esta mañana al salir S. M. la Reina nuestra Señora de la Real Capilla, y al paso por la galería derecha, ha recibido una herida que, después de haber rozado en el antebrazo derecho, se encuentra en la parte media anterior y superior del hipocondrio del mismo lado, la cual tiene de siete el ocho líneas en su diámetro trasversal”.
Merino, tras lograr introducirse en Palacio, se había acercado a la reina, en ademán de entregarle algún memorial o petición o un presente, y sin embargo lo que acabó haciendo fue clavarle el puñal que ocultaba.  La reina cayó herida, pero los alabarderos de la Guardia Real evitaron el asesinato y Merino, sin oponer resistencia, fue detenido. Tras declarar haber actuado solo, fue condenado a la pena de muerte en el garrote vil, que se ejecutó sólo cinco días después del atentado, tras la degradación de los derechos sacerdotales del condenado, en el Campo de Guardias, situado extramuros al norte de Madrid, y su cadáver fue quemado. La reina se recuperó de sus heridas y su reinado se prolongó 14 años más. La investigación sobre el atentado concluyó que Merino había procedido en solitario.

                           Estampa cromolitográfica del Museo Nacional del Romanticismo (nº inv. CE3809)                             
que representa el Regicidio del cura Merino. Finales del s. XIX

miércoles, 16 de agosto de 2017

Galdós en Florencia

En el verano de 1888 Benito Pérez Galdós realizó un viaje por Italia en compañía de su amigo José Alcalá Galiano, por entonces cónsul español en Newcastle. Ambos recorrieron Turín, Milán, Verona, Venecia, Padua, Bolonia, Florencia, Roma y Nápoles. En el otoño de aquel mismo año Galdós publicó en el diario bonaerense La Prensa una serie de crónicas del periplo italiano, que también resumió en sus Memorias de un desmemoriado (1915-1916). De esta obra rescatamos un fragmento que se refiere a la opinión del escritor canario sobre Florencia como ciudad del arte por excelencia.
Una escena en la Loggia dei Lanzi le sirve al autor de Fortunata y Jacinta para expresar esta idea:

Sigue por diversas calles, donde puedes admirar hermosas estatuas, que en Florencia las calles son museos admirables, y pasito a paso llegarás a la la plaza de la Signoria, donde verás la famosa Loggia dei Lanzi. ¡Oh, qué maravilla! ¡Qué prodigio de arte! Bajo unas arcadas sostenidas por columnas de piedra, se ven obras estupendas como el Perseo, de Benvenuto Cellini, El Robo de las Sabinas, de Baccio Bandinelli, y otras obras de la antigüedad y del Renacimiento. Cuando mi amigo y yo entrábamos en la Loggia empezó a llover, y todos los chiquillos que en la plaza vendían fósforos y periódicos, así como los pobres vendedores de golosinas, corrieron a guarecerse bajo las arcadas, donde existe a la intemperie uno de los más bellos muscos del mundo. Y aquí se ve lo extraordinario y peregrino del caso. Entre las bellas estatuas juegan los chiquillos traviesos y toda la pobretería de la ciudad, sin que en el curso de los siglos se advierta en los mármoles y bronces el menor deterioro, ni una rotura ni un rasguño. Y es Florencia el pueblo único donde existe, no sólo el respeto, sino el culto del arte, así en la aristocracia entonada como en la plebe mísera.