La Gazeta de Madrid de 18 de marzo de 1813 informó escuetamente de la salida de José Bonaparte de la villa: “El REI nuestro señor salió ayer de esta corte a recorrer las líneas de los exércitos”. No era la primera vez que se veía obligado a dejar la sede de la corte, pero sí sería la definitiva: lo había hecho el 1 de agosto de 1808, como consecuencia de la victoria del bando patriota de Bailén, cuando sólo llevaba 11 días en la ciudad; repuesto en el Palacio Real merced a la decisiva intervención de su hermano el Emperador, volvió a huir de Madrid el 11 de agosto de 1812, esta vez como consecuencia de la derrota napoleónica en Los Arapiles. Sin embargo, en el comienzo de la primavera de 1813 José Bonaparte dijo adiós a Madrid de manera definitiva e inició una marcha hacia el norte que le llevó primero a Valladolid y luego a la derrota irreversible de Vitoria, el 21 de junio del mismo año. Entonces dejó de ser, de facto, rey de España, aunque no abdicó hasta el 7 de enero de 1814, ya en tierras francesas.
La situación militar en la Península, en claro retroceso para los ejércitos napoleónicos, fue determinante para la salida de José I de Madrid. El emperador animó a su hermano mayor a abandonar Madrid y a trasladar su cuartel a Valladolid, para recuperar el control del norte peninsular. José Bonaparte se resistió a dejar Madrid porque sabía que su marcha de la corte supondría el ocaso de su reinado. Pero las esperanzas que tenía puestas en la ciudad se habían ya desvanecido hacía tiempo. Madrid había mostrado claramente su preferencia por el bando patriota cuando había sido conquistada por Wellington y los guerrilleros en el verano de 1812. La posterior recuperación de la ciudad por parte de José Bonaparte fue sólo un espejismo. La consecuente persecución, si bien no demasiado feroz, contra aquellos que habían colaborado con el bando patriota, había provocado incluso un aumento de su impopularidad, como diríamos hoy, entre los madrileños.
Josep Bernat Flaugier. Retrato de José Bonaparte. Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona, c. 1809 |
José salío de Madrid el 17 de marzo de 1813 y seguramente sabía que no volvería jamás a pisar aquella ciudad. Dejaba atrás el fracasado intento de haber construido un nuevo reino de España. El rey “intruso” no se iba con las manos vacías: llevaba documentos oficiales, cartas privadas, un orinal de plata y entre otros objetos de valor, más de 200 óleos enrollados, dibujos y grabados, que Wellington incautó en la batalla de Vitoria. Fernando VII, entre generoso, irresponsable e ignorante, regaló la mayor parte al ilustre general inglés y hoy forman parte de la colección de la Apsley House londinense: son 83 obras, entre ellas la Última Cena, de Juan de Flandes (y que perteneció a Isabel la Católica), El aguador de Sevilla, de Velázquez o La oración en el Huerto, de Correggio.
Con José Bonaparte se marcharon la corte y la administración josefinas, todo el servicio palatino, los altos funcionarios y algunos religiosos secularizados. De esta manera se acababa con la ficción de un poder soberano que en realidad no existía, como le confesó el rey al embajador Laforest en una carta de febrero de aquel año. También marcharon con el rey “intruso” numerosos madrileños afrancesados; Estala o Moratín se fueron poco después que el rey; Meléndez Valdés fue de los últimos en abandonar Madrid, entre los postreros convoyes de afrancesados que continuaron saliendo, con familias enteras, hasta finales de mayo, cuando se completó la evacuación de Madrid.
El rey decidió mantener algunas fuerzas de ocupación en la ciudad, con el general Hugo al frente. También ordenó que al día siguiente de su marcha, se organizara una novillada en la Plaza Mayor, con entrada gratuita y culminada con fuegos artificiales. Asimismo se celebró la onomástica del rey ausente el 19 de marzo, como indica la Gazeta de Madrid (núm. 79, de 20/03/1813, pág. 316) y el Diario de Madrid (19/3/1813, págs. 1-3), con nuevas novilladas, bailes, salvas de cañonazos, fuegos artificiales e iluminación extraordinaria en la ciudad. Ni medidas populistas como estas, que practicó durante todo su reinado, ni su gran proyecto reformista para España, improvisado pero entusiasta, habían servido al rey para conquistar el corazón de los madrileños, ni de los españoles en general.
Benito Pérez Galdós, en sus Episodios Nacionales, imaginó la salida del rey sin poder evitar la comparación con las lágrimas de Boabdil al dejar Granada:
Cuando el coche, pasado el arco de San Vicente, torció a la derecha en dirección a la Puerta de Hierro, Su Majestad, que hablaba con el general Jourdan, dejó a este con la palabra en suspenso, y se asomó por la portezuela para contemplar el real palacio que quedaba detrás, sentado en los bordes de la villa, con un pie arriba y otro abajo, destacando su enorme cuerpo blanco sobre las rampas de ladrillo que le sirven de trono y sobre la verdura de los árboles que le sirven de alfombra. José Bonaparte dirigió al edificio una mirada en la cual difícilmente podrían conocerse los sentimientos de su corazón. Aquel abandonado albergue que veía Su Majestad tras sí, ¿era una mansión risueña, de la cual no podía alejarse sin pena, o por el contrario, cueva horrorosa en cuyo recinto no había sino cautiverio y tristeza? ¿Era grata al intruso la idea del regreso, o se complacía su ánimo con el pensamiento de perder de vista para siempre la enorme casa blanca y las rojas murallas y el jardín rastrero entre cuyo follaje levanta el abollado sombrerete de su techo, la ermita de la Virgen del Puerto?...
Napoleón el Chico, después del triste mirar, recostose taciturno en el fondo del coche, mas no oyeron sus cortesanos ningún suspiro como el que en parecido caso regaló a la historia Boabdil el de Granada. Reanudose la conversación entre José y el mariscal Jourdan. Madrid y su palacio y su polvo y su claro cielo y su aire sutil no fueron ya para el hermano de Bonaparte más que un recuerdo. Benito Pérez Galdós. Episodios Nacionales. Segunda Serie; 11: El equipaje del Rey José. Madrid, Imprenta y Litografía de La Guirnalda, 1875, p. 14-15
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